De Gianfranco Spada
Las obras que Miguel Hernández Sáez (Venta del Moro, Valencia, 1967) ha ofrecido recientemente en la exposición Capital forman parte de una serie homónima en la que el autor ha llevado a cabo una investigación pictórica con una marcada visión espacial. Hernández consigue con la sobrexposición de bandas de colores en una vista de tipo axonométrica una increíble profundidad espacial y al mismo tiempo un dinamismo de los elementos compositivos que parecen configurar un fotograma fijo extraído de una animación automática de generación aleatoria típico del universo de la Computer graphics.
El lenguaje plástico de estas obras tiene algo de aquellas video-creaciones automáticas, generadas por ordenador allí por los años noventa, que eran proyectadas en las pantallas de las discotecas especializadas en música electrónica house y techno. Sería un experimento interesante acompañar la visión de estás obras con la escucha de aquella música, ganarían una dimensión sensorial que potenciaría su dinamismo compositivo. Pero no piensen en estar llevando a cabo un ejercicio nostálgico, el autor no pretende evocar aquella época, por lo menos de manera consciente. La suya es una investigación sobre los límites del precisionismo pictórico que pone al servicio de un constructo visual que sobrepasa los límites espaciales del plano para atrapar al espectador en una visión psicodélico-interactiva.
Es evidente que en esta serie Hernández manifiesta, a través de una manualidad de tipo mecánico, la voluntad de desaparecer como autor, de pasar a un segundo plano como creador para poner en el centro al espectador. Éste, embebido por las enrevesadas geometrías espaciales, llega a sentirse parte del proceso creativo, llega a sentirlas y a moverse a su antojo por ellas. Estas creaciones son como pequeños mundos artificiales donde moverse libremente en las tres dimensiones, atrapados en unas estructuras que, a pesar de parecer rígidas e infranqueables, son extremamente fluidas y permeables, como etéreas.
El recurso constructivo común a casi todas las obras de la serie Capital es la vista axonométrica en la que se representan virtualmente ángulos de noventa grados, una ortogonalidad espacial que estructura la composición y la dota de cierta fisicidad de la que muchas otras obras de la abstracción geométrica carecen.
Hernández manifiesta que construye esta serie a partir de ángulos, que aunque parezcan agudos u obtusos por su presentación axonométrica, son en realidad y en su mayoría ángulos rectos. En 1955 el arquitecto franco-suizo Charles-Édouard Jeanneret, Le Corbusier, publicó el libro “El Poema del Ángulo Recto”, que expresa su pensamiento en torno a la creación artística, arquitectónica y a la importancia de la geometría y de su papel en los procesos creativos. El ángulo recto surge en el pensamiento corbusierano como metáfora formal de una geometría inherente al espíritu del hombre. La perfección de éste reside en ser resultado geométrico del encuentro de dos leyes fundamentales: la ley de la gravedad y la línea del horizonte.
En la serie Capital de Hernández el ángulo recto parece responder más bien a la aleatoria capacidad de las maquinas de multiplicar, a través de la informática, unas estructuras geométricas en el espacio, prácticamente imposible con medios manuales y por tanto un alegato a la superioridad de la creación artificial de las computadoras sobre las posibilidades limitadas de la manualidad humana. No olvidemos que, a pesar de ser obras tan perfectas y mecánicas como si de infografías se tratara, en realidad, y aquí está su poder, son pinturas totalmente analógicas de pincel y caballete.
La serie Capital explora, en la línea de las figuras imposibles de Yturralde, la relación visual entre el espectador y la representación pictórica. En el caso de Yturralde la obra persigue la participación activa del espectador que debe reconstruir mentalmente un objeto que, a primera impresión parece normal pero que, tras el análisis se demuestra imposible. En el caso de Capital su aparente e manifiesta imposibilidad esconde en realidad un mundo de posibilidades espaciales solo limitadas por la imaginación del espectador. En el primer caso el espectador es confundido, engañado y por tanto alertado sobre el peligro de la percepción sensorial y los preconceptos visuales. En el caso de Hernández el espectador es sutilmente invitado a entrar, a dejarse llevar, a no quedarse en la superficie, a profundizar más bien a través de la libertad emocional que a través del repertorio icónico visual. Una invitación a la frescura neuronal natural de los niños que algunos artistas aun conservan.